La hora del hada verde.

“El ajenjo es tan poético como una puesta de sol”
Oscar Wilde

  1. Un trago amargo.

Comentaré un libro cuyo material puede resultarnos de interés. Se trata de Ajenjo, de Phil Baker; tiene una ilustrativa introducción de Eduardo Berti.
Se trata de una bebida de la que se desprenden curiosas historias y que siempre ha despertado mi interés. En principio, porque muchas personalidades fueron sus cultores. Y luego, por las historias de locura y crímenes que se entretejieron con su nombre. Rolland Bhartes dice que la bebida ideal debe ser abundante en metonimias de todo tipo. Y, en ese sentido, esta es una de las mejores.
Absinthium, etimológicamente, quiere decir “carente de dulzura” o “imposible de beber”. Existe una expresión en francés que significa “tragarse el ajenjo”, “avalerl´absinthe”, para dar cuenta de cuando uno pasa un momento aciago.
Como otras, nació con fines terapéuticos. Un médico francés llamado Pierre Ordinaire se exilió en Suiza y fabricó pócimas que recetaba a los parroquianos. A su panacea la llamó Elixir de Absinthe. La sustancia estaba hecha a partir de una hierba conocida como ajenjo. Un papiro egipcio ya lo menciona por sus virtudes tónicas, diuréticas y antisépticas; Hipócrates lo recomendaba contra la ictericia y Galeno contra la malaria.
Se dice que los ganadores de los antiguos juegos olímpicos eran obligados a tomar una bebida que contenía ajenjo para que, mientras saboreaban el éxito, no olvidaran las amarguras pasadas o posibles. Quizás, inconscientemente, supieran que los que tenían éxito difícilmente pueden soportarlo, y fuese una suerte de vacuna para los que fracasan al triunfar.
En la Edad Media surgieron los vinos de ajenjo, utilizados para anginas, dolores de muela y otras afecciones. Con los años, el elixir pasó de las farmacias a las tiendas de licores, ofreciéndose como un aperitivo digestivo.
Se cuenta que absinthe corría entre los soldados en la guerra franco-prusiana que comenzó por 1870, y también entre los soldados franceses que pelearon en la guerra contra Argelia, que empezó en 1844. Muchos volvieron adictos, la graduación alcohólica oscilaba entre los 50 y 70 grados. Al regresar a Francia, lejos de abandonarlo lo propagaron entre la burguesía que admiraba a los combatientes. Los cafés de los bulevares de París comenzaron a servirlo. Su auge se dio entre 1880 y 1914 y las cinco de la tarde pasó a llamarse con el apodo que se conocía al ajenjo: la hora del hada verde.
El ajenjo Pernod, el más popular, contenía artemisa, hinojo, enebro y nuez moscada. Además del alcohol etílico, el otro componente narcótico es el thujone.
Aunque se lo bebía de diversas maneras, para servirlo en su forma clásica se requería de un ritual que seguramente aumentó su popularidad: se servía una medida en un vaso, se ponía sobre el vaso una cuchara perforada (que se transformó en objeto de colección), sobre ella un turrón de azúcar, y se vertía sobre él agua helada, unas cuatro o cinco medidas por una de ajenjo. Toulouse–Lautrec bebía ajenjo mezclado con coñac, trago que denominó “Terremoto”. 
2. El demonio verde.
Ente sus bebedores se fueron sumando Edgar Allan Poe, Jack London, Auguste Strindberg, Oscar Wilde, Alfred Jarry, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Ernest Hemingway, Rubén Darío, Manuel Machado, Aleister Crowley, Picasso, Paul Gaugín, Vincent Van Gogh, y la lista sigue.... De este último se ha dicho que, tanto el corte de su oreja izquierda que le envió a una prostituta, como su suicidio, no han sido ajenos a la intoxicación con esta bebida, así como tampoco el tratamiento que hacía del color y la luz. Seguramente, es una exageración; la vida y su locura se le tornaron insoportables y en 1890 salió a pintar portando el arma con la que se disparó. El árbol ornamental para su tumba, regalado por el Doctor Gachet, fue un “árbol de fuego”, fuente del thujone. Quince años más tarde, cuando fue desenterrado para trasladar su tumba al lado de la de Theo, las raíces del árbol abrazaban el ataúd. El árbol, que aún vive, fue trasladado al jardín del Doctor Gachet. 
Tanto Van Gogh, como Eduard Manet, Degas y Picasso, entre otros, le dedicaron al ajenjo algunas de sus obras.
En 1890 se llama absintheur a los adictos a esta bebida. Los rumores de que se trataba de una bebida maldita y su consiguiente prohibición tuvieron que ver con una serie de episodios criminales. Pasó a denominarse “el demonio verde”. Se repartían en una asociación cristiana unos folletos que rezaban: “Ajenjo, la bebida del demonio”. Algunos hablan de las propiedades alucinógenas, otros achacan los problemas a la alta graduación alcohólica y la cantidad que se bebía. Se empezó a rumorear que su ingestión provocaba tuberculosis o epilepsia. De ser una bebida que servía para la inspiración de los poetas, pasa a ocupar un capítulo en los manuales de psiquiatría. Magnan habla de convulsiones epilépticas, Lancereaux describe terroríficas alucinaciones. Yves Guyot escribió  “El ajenjo y el delirio persecutorio” donde describe la paranoia que provoca la bebida. 
Pero la caída empezó cuando en 1901 un rayo impactó en la fábrica de Pernod, y las destilerías se bañaron en llamas durante cinco días. El antialcoholismo había hecho mella. Zola publica en 1876 La taberna planteando que el alcoholismo, más que la manifestación de un vicio, era el fruto de la miseria.
En 1905 en Suiza, un granjero llamado Jean Lanfray, de 31 años, asesinó a su mujer y a su hijo bajos los efectos de la bebida. La prensa lo popularizó como “El crimen del ajenjo”, si bien el asesino, además de beber dos vasos del demonio verde, también tomaba cinco litros de vino por día.
En Ginebra, un bebedor adicto al ajenjo llamado Sallaz mató a su esposa. Miles de personas firmaban petitorios para que se prohíba. Comenzó lo que Didier Nourrison denominó una “pedagogía del miedo”, herramienta utilizada por antialcohólicos, es decir, por quienes elegían el mecanismo de represión para no caer adictos a la bebida. En la Gran Guerra de 1914 quien tomaba ajenjo era considerado antipatriótico, ya que la bebida debilitaba la tropa.
La bebida fue prohibida y los fabricantes guardaron silencio; se dice que recibieron una gran indemnización, solo patalearon los dueños de los bares.
Los bohemios porteños, que tanto se identificaban a los parisinos por aquella época, regaron con ajenjo, las letras de tango. “Copa de Ajenjo” (J. Canaro y Pesce), recordándonos la función más clásica del alcohol, invita a olvidar las penas. Uno de los más bellos es “El pescante” (Piana y Manzi) que dice: “En mis aventuras, viví una locura de amor y suisse”. Suisse era otro nombre con el cual se lo conocía y con el que también aparece en “El Almacén” (Nicolás Olivare), que lo califica de venenoso. Hay referencias también al Pernod en “Seguí mi consejo” (Merico-Tronge), “Maula” (Soliño), “Se llamaba Eduardo Arolas” (D´agostino y Cadícamo). Algunos dicen, siempre rumores, que la muerte de Arolas a los 31 años en París fue consecuencia del exceso de ajenjo.
Las funciones que esta bebita otorga son las clásicas de las bebidas alcohólicas: el sujeto pierde las inhibiciones, sirve para “desenchufarse”, Frederick Exley informa que le permite pensar menos, actúa como un depresor para combatir la exaltación mental.
Los diarios anunciaron el retorno del Ajenjo, en Gran Bretaña, en 1998; en los periódicos de Buenos Aires también pudimos leer la noticia. Los psicoanalistas estamos preparados para recibir a los nuevos seguidores del hada verde a los cuales se les torne complicada la vida.
En la novela de Patrick McGrath, Grotesco, se nos interroga si hemos notado el paralelismo entre la bebida y el suicidio. El bebedor desprecia la muerte súbita, prefiere un acercamiento al vacío atenuado, gradual. Podríamos agregar, estando anestesiado.

Bibliografía General
Baker, P., Ajenjo: Mito e historia, Cántaro ensayos, Buenos Aires, 2005.  
McGrath,  P., Grotesco, Grijalbo, Barcelona, 1990.


Luis Darío Salamone

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